En el daguerrotipo de 1853 se le
aprecia estrabismo al cojo cabrón. Antonio López de Santa Anna fue hasta once
veces presidente de México, que se dice pronto.
Batalló contra todos, hizo
cuatro o cinco guerras civiles, se exilió, perdió, ocultó... así hasta morir a
los 82 años, ciego de cataratas, hundido en tequila y olvido. Se enfrentó a los
franceses cuando la guerra de los pasteles: el bloqueo del golfo de México y el
embargo le hizo marchar sobre Veracruz. Allí, la cañonería de los barcos
francos le arrancó una pierna. Pero no se amedrentó. Al poco haría un acto
funerario a su pierna amputada. Vendada en gasas y en cruces era expuesta con
honores en la hornacina de la catedral. Miraba el estrabítico cabrón sin saber
a quién ni a dónde. Porque los sucesivos pronunciamientos obligaban a sucesivos
conflictos.
No más que el populacho le expulsaba, tomaban calles matando colaboradores, para acabar dirigiéndose al templo y robando la extremidad, arrastrarla por el polvo de las calles, golpearla, tenderla en cualquier
árbol.
Santa Anna desde el exilio tomaba nota. Porque siempre retornaba:
¿ustedes
dirigieron la algarada?, bien, que los fusilen a todos al amanecer, a todos
menos a éste. Y se dirigía al tembloroso campesino mellado, sucio y piojoso
para volarle la sesera con un pistolón alemán que había conseguido no se conoce
dónde. A éste, -señalaba al muerto-, que lo cuelguen de una pata así ahora mesmo.
Y volvía al rito funerario de la pierna, rito con galas, directores, curas,
uniformes, medallones, putas de la oligarquía local, putas del lumpen
provincial. Ignoro cuantas veces la pierna aguantó el envite antes de pudrirse
entre vapores de restauración. Hervía México, su historia, la historia de sus
gentes.
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