Me cuentan la
técnica del lavado de las hembras del
macaco en celo, “lavages”, de las secreciones vaginales comprimidas de éstas,
feromonas convertidas por arte y magia del doctor Goldfoot en “copulinas”,
líquido resultante sagrado. Tan y tanto que, sin más, dio pié a numerosos
estudios sobre la agrabilidad de los susodichos. La cosa acabó derivando en
asuntos diversos.
Muestran la marca de perfumes Realm,
afrodisíaco obtenido a partir de compuestos epidérmicos extraídos del interior
de las escayolas de los accidentados en esquí.
Puaf.
Estas
confesiones; injertos de cojón (otro día hablaré de aquella moda a principios
del siglo XX), feromonas ambulantes y especies afrodisíacas me alteran la
libido.
Mi libido,
amigos, es una isla con terremotos continuos. Un volcán habita adentros, poderosa fuerza sísmica que
todo lo conmueve. Y sin escamas de piel con escayola.
Todo ocurre de
manera singular, espacios tan repletos como el infierno de los imbéciles, ese
lugar adocenado que habitan neutrales y
otros estúpidos permanentes, una suerte de centroderecha del averno.
La libido
alterada es solo panorama quieto, detenido, impresentable. Cada vez que por
naturaleza desemboco en Rana me convierto en Escorpión. Y clavo el aguijón en
el lomo de ella haciendo que nos hundamos.
Maldito Sapo de mierda.
Por contarme
siguen narrando múltiples historias. Algunas solo escribibles transformando sus
adjetivos y adverbios. Llamativo eso de la transformación.
Se que ya lo
habían supuesto, sí, yo me dedico a
esto. Ustedes llegan con el capazo de controversias y bizantinismos y uno,
sufrido por mor de aquellos volcanes, se pone a la tarea e intenta confundir al
lector voraz: blanco-negro-volcán- hielo. Técnicas de guerra, sin duda.
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