Usted podría escribir ochenta y nueve cuentos cortos
cuando abre el frigorífico. Hablarían del perejil y de media docena de huevos
cóncavos que parasitan durante días en
gélida asamblea. No es extraña tal ocurrencia, el frigorífico suele ser el
polo norte de muchos relatos breves, considerando que los perejiles arrugados
sobre un verso de Rimbaud, se presenten como escenario ideal.
Ochenta y nueve cuentos cortos no son tanto,
narrarían, por decir algo, la vida secreta de los poetas sin sesera, aquellos
cantores que habitan en otra latitud y se consagran a los espíritus del mal, el
sueño irreverente de los decapitados por el cartel de Sinaloa, o la breve
historia de un grupo de abogados cocainómanos convertidos en gang atraca
bancos.
Mejor, la de un grupo de banqueros cocainómanos
convertidos en gang atraca abogacías, quizás en huevos apoyados sobre la
maldita fresquera con olor a perejil.
Los versos más tristes esta noche de Neruda fabrican
telarañas en el depósito de cadáveres….. escritos mínimos frigorizados emanan
del vacío absoluto, de la soledad
explicada por León Felipe “narradores de cuentos, el gusano no se chupa
el caramelo de la cola, no es un cuento, es un sueño que camina”. Acaso a estas
alturas el mismo León Felipe sea un sueño, un gusano, un caramelo.
Especulaciones
sobre brevedad en ochenta y nueve textos chocan con la puerta abierta, ésta
nevera es una morgue casual donde seis huevos cóncavos velan la agonía del
perejil o la triste melodía del saxo de Stan Getz, y usted, tan dispuesto a escribir para dormir
un poco más, (¿dormir y escribir es lo mismo?), intenta cerrar la puerta
escabrosa de gama blanca y volver sobre sus pasos, retroceder hasta el origen
mismo de la letra primera, una capitular agujereada por las espadas de la
razón.
Ochenta y nueve cuentos breves sin sentido,
demenciales, disparatados, llenos de boquetes de fusil.
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