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jueves, 25 de enero de 2018

FOTOGRAFIADO

Me aficoné a la fotografía paralelamente a la literatura. Imágenes, esas eran las claves mágicas que lograban transportar los sueños. Sueños vacuos o efervescentes.
 Deteniendo el alrededor, congelando el momento, robaba el alma de las cosas para fagocitarlas vorazmente. Puentes, árboles, pájaros, calles. Tragaba instantáneas que se convertían en otras, porque el ánima de las cosas es modificable y transmutable. Empero, siempre evité aparecer en ellas. Yo era el ojo, no el objetivo. Sabía que mi fotogenia era nula y que, definitivamente, aparecer en aquella quietud eterna, en aquella relativización, sólo me aproximaba más a la muerte.
 Últimamente salgo en algunas odiosas fotos. Miro mi cara de hombre mayor y veo el reflejo genético de mis padres, la muesca grotesca de sus óbitos en la mandíbula. Es la venganza del cromosoma. Las cejas arqueadas, la posición del rostro. Todos mis antepasados tenían ese rictus determinado, ese congelado gesto. Y así han ido transmitiéndolo generación tras generación. A partir de una época cercana al fin las caras se convierten en clones específicos, retratos subliminales de sus muertes, del limbo de la ausencia que nos espera. 
Acabo de romper una fotografía en blanco y negro. Es de ayer. Estoy sentado, con la mandíbula ligeramente ladeada. No es manía, una señora invisible con guadaña de tinta posaba a mi lado. Y eso no me gusta nada.


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