Las ramas del olivo centenario invadían las lindes. No
llegó a un acuerdo con su hermano, propietario anexo, así que el juez tuvo que
dilucidar. Todas las hojas y frutos que invadieran su finca habían de podarse.
El árbol se agigantó de esta guisa: hacia el oeste florido de aceitunas,
pájaros y hojas, por el este seco como las tardes de estío en la campiña.
Descubrió que
las raíces se adentraban en la propiedad. Más denuncias. El juez, esta vez,
aplicó otra lógica: "las raíces por naturaleza propia forman parte de un
todo indivisible". No podían cortarse.
Recapacitó e hizo ver que aceptaba
la sentencia. Luego buscó al
hermano: "Las bases se
adentran en mis propiedades, arráncalas". "Ni
hablar, son intocables, mira los papeles del juez".
La ira era una sombra negra en el encéfalo. Encendió un
cigarro y buscó la azada. Le machacó la cabeza. Anduvo hacia el olivo pensando:
"antes ahorcado que reo". Hacia el este, dentro de
su finca, ningún soporte ni sombra. "Vaya", dijo.
Acabó con la soga en el cuello, basculando en el aire
por el oeste, allende su heredad.
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