A veces me dedico a mirar pies, tobillos, zapatos. Casi
nunca paso de las rodillas. Lo hago desde una terraza cualquiera. Es cuestión de encuadres, puro ejercicio. Pies que andan o están quietos o se rascan o se esconden de sus compañeros. Pies pisando, zapatos,
zapatillas, chanclas, sandalias: pies.
Otras veces me dedico a encuadrar manos.
Todo un repertorio: manos colgantes, parlantes, expresivas, violentas. Manos
con dedos y dedos sin manos. Manos negras, blancas, amarillas, incluso verdes, manos.
Sin embargo, para perjudicar
la naturaleza crítica que me invade, suelo alterar el orden de manos y pies, los unos en
lugar de los otros.
El resultado mental es espectacular: gente que camina
con las uñas, con las palmas, con el dedo índice. O personas que en vez de hacer un corte de mangas dedica un corte de pies, así tal cual, juntando espinilla
contra espinilla, rótula contra rótula. Convertir al público que pasea en otro
público cambiado, extremidad por extremidad, crea un ambiente anómalo que agita
mi deseo efervescente de no ser nadie.
Para mañana, lo prometo, tengo preparada
otra singularidad: dedicarme a mirar sólo ojos. Ya les contaré.
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