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lunes, 15 de enero de 2018

ARENQUES PÁLIDOS

Una serie de acontecimientos domésticos hacen que vea el retablo cerámico de Barceló en Palma de Mallorca. Embobado, paseo por su capilla marítima, alucinante, fosilizada a mil quinientos grados. Y ahí, al pronto, empiezo a ver cabezas de arenques que huyen de anzuelos gigantes. Cierta vez tuve un sueño similar, arenques pálidos en un folio. Entonces recuerdo un cuento corto de Wilcock. Viene a narrar la vida de Theodor Georghescu, pastor evangélico que, en arrebato de fe, decide conservar en sal a una cantidad determinada de negros de todas las edades, por los alrededores de Ambao, Brasil. Hasta doscientos veintisiete cadáveres en diversos estados de putrefacción orientados hacia Jerusalem, cada uno portando entre los dientes un arenque, igual de salado que ellos. La coincidencia de la capilla de Barceló con mi sueño y el cuento breve me hace fantasear, más si cabe, dado que al menos tres veces he dedicado escritos donde aparecen, solos o en cardúmenes inmensos, estas clupeas plateadas, delicia gastronómica de medio mundo, incluso alimento exclusivo de supervivencia. Contaban varios mineros, cómo en los años cuarenta del pasado siglo acarreaban inmensos bolos de granito y mármol con mulas, asnos, pollinos tercos,  sobrios. Eran las horas largas, los días inacabables e iracundos, máxime cuando el patrón, pequeño amo de la explotación, vigilaba a dinamiteros y picadores desde el sombrajo, sentado durante jornadas enteras. Esos hombres duros  se jugaban la vida diariamente, comían chuscos de pan y dos arenques salados secos, que al ser apretados contra un peso derretían su aceite proteínico insuflando la sed de vino necesaria para acabar el día jugándose a las cartas la soldada.
Al mirar las cabezas colgadas en las paredes se que los peces no huyen de dios, al revés, pareciera que  lo acaban de engullir, devoradores extraordinarios. Miran al espectador como lo hacen bajo el agua, fríos, desconfiados, enseñando la quijada de finos dientes. Y entiendo el misterio de los enterramientos  de Georghescu: escogía a sus candidatos entre los parados del puerto, los golpeaba con un martillo en la cabeza, luego los bautizaba con agua salada, les ponía  arenques,  echaba más encima y finalmente los cubría con todavía más sal gruesa. Como el sueño esculpido de la catedral de Barceló: doscientos veintisiete obispos en salmuera. Como mi sueño de arenques pálidos. 


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