Sebastián López eligió el modo de morir, incluido
velatorio y entierro. Según lo planeado se dispuso todo en el orden
consiguiente:
Apareció ahorcado en un pajar dos días después de
haber enviado una misiva certificada al puesto cuartel más cercano, de modo que
sin más, cuando acudieron los guardias estaba recién colgado como pata de
puerco nueva, fresco y sin rigor todavía.
El
velatorio había sido pagado a una compañía de plañideras y previsto
desde las diez de esa misma noche hasta el momento mismo del funeral, como con
toda naturalidad ocurrió. Para el entierro, rodeado de pompas, se trasladó desde
la capital una calesa con dos jamelgos de crines largas, una banda de música
que no cesó de tocar "Paquito el chocolatero", y dos señoritos con sombreros de copa Walton negro ,
pagados todos a tocateja y por escrito ante notario. A Sebastián lo metieron en
el mejor ataúd del muestrario.
A pesar de su suicidio, los curas al justiprecio, le dieron
sepultura en suelo santo, justo al lado de la zona donde aquél último mes
meditó su honesto fin.
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